El arte de teñir

El hombre lleva buscando cubrir su cuerpo prácticamente desde que aprendió a andar. Primero fue la necesidad de abrigo para evitar el frío, para después comenzar a buscar la moda y el gusto en la figura textil. El color, por tanto, fue una de las primeras cosas tenidas en cuenta ya desde civilizaciones antiguas en el arte de teñir.

En Egipto, China o Persia, dichas civilizaciones teñían la tela con la que envolvían los cuerpos momificados de tonos rojos y azules extraídos de la hoja de la planta “Rubia” y las plantas de azafrán. Ya en Grecia y Roma, sus habitantes tenían tan interiorizado el uso del color en la moda que también su literatura y mitología contenían menciones a ello; un mito romano asegura que Hércules descubrió el color púrpura tras ver en las mandíbulas de su perro un caracol Murex (del que se extraía dicho color) que éste había mordido.

Llegados a la Edad Media comenzaría a verse un nuevo tinte procedente del liquen, y tras el descubrimiento de América se importaron nuevos tintes como el añil, la corteza del roble americano o la cochinilla. La industria del tinte fue avanzando hasta que, en 1856, William Perquin descubrió por accidente el primer tinte sintético en su búsqueda de un medicamento contra la malaria. La revolución industrial trajo consigo un aumento en la demanda de tintes de bajo coste, lo que convirtió a Alemania en el líder indiscutible de la industria y eliminó la producción de colorantes naturales debido a su alto precio.

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